jueves, 13 de marzo de 2008

Retrospectiva: Vigilia en Cuatrotablas


Bajo el techo de cañas del teatro, cuando la noche de Barranco comienza a ser más noche, seis actores peruanos juegan a no dormir y a fundarnos la Patria. Sólo hay 60 butacas, todas llenas. Otro éxito del grupo Cuatrotablas. Pero ojo, un éxito que nos compromete, que nos desenmascara, que nos revuelca y que, por esa magia vieja que ostenta el teatro, nos revela todos los ángulos de nuestro rostro.

Porque allí, sobre las tablas barranquinas de la calle Junín. Allí donde las paredes se descascaran de talento y donde parecen refugiarse los últimos hálitos de la musa Melpómene, allí está retratada nuestra peruanidad en alma y cuerpo. ‘’El pueblo que no podía dormir’’, montaje dirigido por Mario Delgado, con textos de Alfonso Santistevan, es una metáfora de una nación inmortal como la nuestra, que aunque inmortal, no existe. Cada uno de los niños (Jacinto, Santos, Abraham, Ísmaela, Cruz y Adelma) juegan a vivir, y no se resignan al sueño, porque dormir es como morir un poco. Juegan a la ronda alrededor de un hombre, el Patriarca, quien siendo más viejo ‘’ Es el más pequeño’’, y aunque está con los ojos abiertos ‘’hace años que duerme’’.

¿Cuál es su ronda, en esa habitación que se oscurece y se aclara?, están jugando a ser pueblo, y cada uno es un fragmento antropomorfo de la patria que van a fundar. El insomnio los hace vivir y, en ese respirar, florecen las angustias y contrastes del Perú. Así Jacinto el Cojo (José Carlos Urteaga) es un mariscal heroico y, a la vez, cobarde, uno de esos héroes vanidosos que no le han ganado a nadie, con sus arma en ristre y su tozudez militar. Juega bien porque cabalga en un caballo de juguete y es el prototipo del poder. Las armas decidieron nuestra historia, por las armas fuimos conquistadores y conquistados, gozamos las expansiones incas y padecimos la infamia de la derrota. Jacinto el Cojo camina y manda, aunque sea en caballo de juguete.

En ese pueblo también está Ísmaela (la bella Ethel Mendoza). Ella no entiende nada, no sabe hablar. Como no lee, tal vez no sufre. Juega a la estúpida, reflejo de esa masa pusilánime que no ha nacido para mandar si no para obedecer. Es casta, inmaculada, probablemente ultrajable porque tampoco nació para atacar ni para defenderse. Es la inocencia del Perú, diamante en bruto, que cuando tenga voz resolverá los misterios y enterrará a todos.

Cruz (Pilar Núñez) refleja la maternidad en el grupo. Cruz sí habla, sí entiende, sí hace el amor en el armario, sí se viste de negro y sí se sienta sobre el pueblo insomne para cantar el pasillo ‘’ Flores negra’’. Cruz sí tiene voz y voto, personalidad, una suerte de perricholismo, astucia, drama. Su inmensidad contrasta con la pequeñez casi liliputiense de Adelma (Helena Huambos), la pequeña duende, la pintoresca chiquita de rojo, la pecadora diabólica que se jacta, que se burla, que se disloca en ese país ficticio donde ‘’no hay caminos que lleven y traigan a nadie’’. Adelma, en la escena del nacimiento de Jesús, quiso ser Virgen y terminó siendo vaca, y ese pueblo sigue insomne y sigue riendo, país de niños grandes donde ‘’sólo el tiempo ejerce su poder’’.

Santos Abraham (Francisco Mamani) es el rostro cholo del país y es, a la vez, Vallejo. Muere cuatro veces y asciende a la inmortalidad, pero él no quiere ser mortal. Alguna vez volverá a ser montaña, hoy es sólo escombro. Hay una parte dramática, silenciosa, mágica, cuando Santos Abraham se refugia en su barril (mismo Chavo del Ocho), coge una quena y rompe el silencio tocando el ‘’Carnaval de Tambobamba’’. Las notas de este tema rasgan el espacio y retratan la melancolía andina de una patria que si no entiende al Ande, no puede ser patria. Santos Abraham es Vallejo, el de Trilce, al que lo dejaron niño recluso en un cuarto y lo violaron con el esperma del miedo. El Vallejo nuestro pero, a la vez, el Cholo de nadie.

Finalmente, el Patriarca (Luis Felipe Ormeño). Sus barbas proféticas presiden ese Perú heterogéneo, pueblo en el que ‘’el insomnio es el estigma’’. El parece ser el Mesías pero no hace milagros y descubren que es falso. El no juega, como lo dijimos, porque hace años que duerme. No sabe quién es, sólo sabe lo difícil que es ser. En la procesión (Cristo y la espada fabricaron nuestra historia) él es el mártir metafórico del calvario y el profeta que preside nuestro cielo o nuestro infierno. No muere, porque como el pueblo, tampoco ha nacido. Tal vez está loco, pero el pueblo está maldito y la locura no importa.

Y en ese pueblo estamos todos los peruanos, inevitablemente, pueblo insomne y mágico visto por los ventiañeros y lúcidos ojos del grupo Cuatrotablas, en éste su último montaje.

Entreacto febrero de 1992

Por: Juan Ochoa López
Fotos: Patricia Altamirano

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