martes, 11 de diciembre de 2007

Mario Delgado en Córdoba de José Luis Arce (Córdoba - Argentina)


Hace ya unos días, aunque lo cuento ahora a la espera de que culmine su periplo, pasó por Córdoba un maestro, amigo, colega: Mario Delgado, fundador del Cuatrotablas de Perú. Nada más puesto un pie por aquí, se desató una batería de actividades para aprovechar su breve estancia. Mario es como un compañero inmemorial. Cuasi adolescente, aquí mismo en Córdoba, compartió las primeras erupciones de ese fenómeno natural que fue en la vida Carlos Giménez. Pero he aquí algo interesante para la historia de nuestro teatro: Mario hilvana ya en Perú la experiencia y la visión diferenciada de Carlos con la de otra figura señera del teatro latinoamericano surgida desde aquí: María Escudero. Mario es como un involuntario nexo histórico de dos bastiones culturales, representantes de modelos productivos alternos, que tuvieron su toque pero afuera de Córdoba y de la que él es privilegiado testigo y motor por otro lado. Por lo que ese vértice, puesto en Córdoba, tiene la alta significación de develar un sentido histórico. Eso simbolizaba su presencia para mí, porque fue como soldar una hendidura vieja, pendiente. Cosas que nos explican pero que están en la memoria de otro, que necesitaba del encuentro para conjurar nuestros olvidos. El sentido casi simbólico de alguien que viniendo de afuera atesora algo que nos falta, sobretodo eslabonando las energías de dos astros de un universo que no podrían aquilatarse como tales, si esa síntesis no estuviera hecha, certificada. Para nosotros la oportunidad de que el caos fuera más cosmos, para reconstruir con impunes palabras más parecidas a flechas, a valijas, a cajas fuerte, a baúles de utopías, que en su corporeidad ritual permitieron esculpir un momento, un tiempo, testimonio de esas otras impunidades que son las teorías, las estéticas, las libertades que te tomas o que dejas. Mario, gran conversador, nos contó de la vida de inefables figuras amigas de la casa: los Yuyachkani, el Edgar Guillén con su historia de estrellas consulares del Universo, de las peripecias del valiente teatro peruano. Mario me contó las rimbaudianas giras de Carlos que a los 16 años andaba por el festival más grande de su tiempo: el de Nancy de Jack Lang. A los veinte ganando premios internacionales en un país puro teatro de vanguardia (de ahí su significación): la Polonia de los ’60 nada menos. O la gestión de estos veinteañeros (Carlos y Mario) para que Norma Aleandro fuera a actuar con ellos en Córdoba, dirigida por aquel adolescente, a lo que ella accedió costeándose además los gastos y donde Mario conoció la mano de Alfredo Alcón que salía de detrás de una cortina. La increíble gira por Colombia, hasta recalar en la capital del Amazonas, Leticia (la misma población de ‘Diálogo en Leticia’ del filósofo Tugendhat que da título a su libro), hasta salir en hidro-avión, con todo el elenco hacia Caracas.

Negociando en nombre de gobiernos de repúblicas imaginarias, un plato de comida para sus actores en el único lugar donde podía ya conseguirla. O la increíble aventura en las minas de Bolivia donde el teatro lo hacía bajando con los mineros decenas de metros al corazón de la tierra, sin luces para lo que sólo contaban con la chance de que la obra existiera en la medida en que los trabajadores, encontraran interés en la historia y giraran para verlos y de paso darles luz con el foquito de sus cascos. Un teatro al borde de su luz. Un teatro de campaña al límite de la seducción. Un teatro de confines, en los confines del arte. O el día que haciendo ‘El cementerio de automóviles’ en Lima, Carlos una vez más se cagaba en la puta oligarquía que asedió cada paso de su producción, y exponiendo sin condiciones lo que ya era un éxito servido en el escenario, pasaba a dirimirse en la voluntad de críticos indignados que llevaron el dilema hasta el mismo presidente de la república si lo expulsaba del país o no. Yo mismo un día, tenía cita con Carlos en Caracas, quien venía de otra gira por México. Carlos se retrasó unos días porque bajaron el avión en Panamá para detenerlo por ofender primero a una azafata, luego al comandante, que no quisieron permitir los brindis de un elenco eufórico por su vuelta a casa con las mieles de un rotundo éxito como fue ‘Bolívar’. Al aterrizar en Caracas, rescatado por las embajadas, todavía algunos refunfuñaban por “este ‘sureño’ del carajo”, lo que dio pie para que se cagara ahí mismo en la puta oligarquía caraqueña y saliera en las primeras planas de los diarios, enfrentando desorbitado a un sistema que quería adocenar su salvajismo en nombre de los petrodólares que sustentaban los diseños geo-teatrales realizados. Un mundo de contradicciones en las manos de un espíritu rebelde como pocos. Así como había serruchos alrededor de toda laya, o simples envidias a las exhalaciones de este ‘enfant terrible’ genial, enemigo natural de los hombres estadualmente serios, nacionalistas de colchón, que enmudecían ante la brillantez loca de este héroe de aventuras fulgurantes, enemigo de los dioses que tenían el tupé de no invitarlo a su festín. De todo eso hablamos con Mario. De ese teatro que no deja indiferente porque es un ‘potlatch’ arrasador todo el tiempo, en medios, en gentes, en imaginación. Donde lo que vale es el don. El dar más. A todo o nada. Casi irrepetible. En fin, mil historias que debían escucharse en Córdoba, al lado del arbolito secreto (y esto no es una metáfora) que un día será grande porque tiene en sus raíces las cenizas de María Escudero. Ojalá Mario, te asaltemos las historias que aún faltan escucharte, quien sabe, tal vez por Ayacucho cuando venga Barba o quien sabe cuando, cuando nos juntemos por juntarnos nomás. Gracias hermano, desde aquel día, en el espejo trizado de nuestra historia cultural, una esquirla más ha encontrado su lugar. Lo de pegarla es responsabilidad nuestra. Es inestimable para colaborar a reformular la geocultura de un país en deuda consigo mismo.

Fuente: ForoCELCIT. Un espacio de encuentro entre los teatristas iberoamericanos

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